martes, 6 de octubre de 2015

"CON LOS OJOS CERRADOS" de REINALDO ARENAS



 A usted sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento a usted no se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi mamá, no. A mamá no le diré nada, porque, de hacerlo, no dejaría de pelearme de regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría toda la razón, no quiero oír ningún consejo ni advertencia. Porque no me gustan los consejos ni las advertencias.

Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo.
Ya que solamente tengo ocho años, voy todos los días a la escuela. Y aquí empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano -cuando el primeo que me regaló la tía Grande Ángela sólo ha dado dos voces-, ya que la escuela está bastante lejos.
A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me levante, y ya a las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los ojos. Entonces todo lo demás tengo que hacerlo corriendo: ponerme la ropa corriendo, llegar corriendo hasta la escuela y entrar corriendo en la fila, pues ya han tocado el timbre y la maestra está parada en la puerta.
Pero ayer fue diferente, ya que la tía Grande Ángela debía irse para Oriente y tenía que coger el tren antes de las siete. Y se formó un alboroto enorme en la casa, pues todos los vecinos vinieron a despedirla y mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla llena de agua hirviendo en el piso cuando iba a echar el agua en el colador para hacer el café, y se le quemó un pie.
Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que despertarme. Y ya que estaba despierto, pues me decidí a levantarme.
La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse. Y yo salí en seguida para la escuela, a pesar de que todavía era bastante temprano.
Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar, bastante despacio por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que escogiste para dormir, le dije, y lo toqué con la punta del pie, pero no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que estaba muerto. El pobre -dije-, seguramente lo arrolló alguna máquina y alguien lo tiró en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué lástima, porque es un gato grande y de color amarillo que seguramente no tendría ningunos deseos de morirse. Pero bueno: ya no tiene remedio. Y seguí andando.
Como todavía era temprano, me llegué hasta la dulcería, que aunque está un poco lejos de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta dulcería hay también dos viejitas paradas a la entrada con una jaba cada una y las manos extendidas, pidiendo limosnas… Un día yo le di un medio a cada una y las dos me dijeron al mismo tiempo: "Dios te haga un santo." Eso me dio mucha risa y cogí y volví a poner otros dos medios entre aquellas dos manitas tan arrugadas y pecosas, y ellas volvieron a repetir: "Dios te haga un santo", pero ya no tenía tantas ganas de reírme. Y desde entonces, cada vez que paso por allí, ellas me miran con sus caras de pasas pícaras y no me queda más remedio que darles un medio a cada una… Pero ayer sí que no podía dar nada, ya que hasta la peseta de la merienda la gasté en tortas de chocolate.
Y por eso salí por la puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran.
Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela.
En el puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo, en la orilla del río. Me arreguindé de la baranda y miré: un coro de muchachos de todos los tamaños tenía acorralada a una rata de agua en un rincón y la acosaban entre gritos y pedradas. La rata corría de un extremo a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y soltaba unos chillidos estrechos y desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió una vara de bambú y golpeó con fuerza sobre el lomo de la rata, reventándola. Entonces todos los demás corrieron hasta donde estaba el animal, y tomándolo entre saltos de entusiasmo y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el centro del río, pero la rata muerta no se hundió y siguió flotando hasta perderse en la corriente.
Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo también eche a andar.
"Caramba-me dije-, qué fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacer hasta con los ojos cerrados pues a un lado tenemos las rejas que no lo dejan a uno caer en el agua, y del otro, el contén de las aceras, que nos avisan antes de que pisemos la calle." Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano de la baranda del puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los ojos cerrados. Y no se lo vaya Usted a decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos abiertos… Lo primero que vi fue una gran nube amarillenta que brillaba unas veces más fuerte que otras, igual que el sol cuando se va cayendo entre los árboles. Entonces apreté loa párpados bien duro y la nube rojiza se volvió de color azul. Pero no sólo azul, sino verde. Verde y morada. Morada brillante, como si fuese un arco iris de esos que salen cuando ha llovido mucho y la tierra está ahogada de tanta agua que le ha caído arriba.
Y con los ojos cerrados me puse a pensar en las calles y en las cosas; sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela saliendo de la casa. Pero no con el vestido de bolsas rojas que es el que siempre se pone cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y blanco. Y de tan alta que es, parecía un palo de teléfono envuelto en una sábana. Pero se veía bien.
Seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo. Salió corriendo el gato amarillo brillante porque estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Y yo me reí muchísimo cuando lo vi desaparecer desmandado y con el lomo erizado que parecía que iba a soltar chispas.
Y seguí caminando, con los ojos, desde luego, bien cerrados. Y así fue como llegué de nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce, pues ya me había gastado hasta la última peseta de la merienda, me conformé con mirarlos a través de la vidriería. Y estaba así, mirándolos, cuando oigo dos voces detrás del mostrador que me dicen: "¿No quieres comerte algún dulce?" Y cuando alcé la cabeza vi con sorpresa que las dependientas eran las dos viejecitas que siempre estaban pidiendo limosnas a la entrada de la dulcería. Y no supe qué decir. Pero ellas parece que adivinaron mis deseos y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi colorada hecha de chocolate y almendras. Y me la pusieron en las manos.
Yo me volví loco de alegría con aquella torta grande. Y salí a la calle.
Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el escándalo de los muchachos. Y con los ojos cerrados me asomé por la baranda del puente y los vía allá abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar a una rata de agua, pues la pobre parece que estaba enferma y no podía nadar.
Y los muchachos sacaron a la rata del agua y la depositaron temblorosa sobre una piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a llamar para que vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos la torta de chocolate, pues, después de todo, yo sólo no iba a poderme comer aquella torta tan grande.
Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y todo encima para que la vieran y no fueran que era mentira, lo que les iba a decir, y vinieran corriendo. Pero entonces, "push", me pasó el camión casi por arriba en medio de la calle que era donde, sin darme cuenta, me había parado.
Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el esparadrapo y el yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto donde solo entran mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla, desde luego blanca.
Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que porque tengo
un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las piernas estoy diciendo mentiras, porque no es así. Y si usted quiere comprobar si fue verdad, vaya al puente; que seguramente debe estar todavía, toda desparramada sobre el asfalto, la torta grande y casi colorada hecha de chocolate y almendras que me regalaron sonrientes las dos viejecitas de la dulcería.


(Cuento incluido en Termina el desfile, Plaza&Janés, 1986)

“EL PARAGUAS JACINTO” de ÁLVARO CUNQUEIRO


Guerreiro de Noste iba por el monte, cruzando la sierra que llaman Arneiro, cuando se encontró con un hombre que llevaba un paraguas enorme, más alto que él, la tela de color ceniza. Guerreiro le dio los buenos días, y se admiró del tamaño del paraguas, que nunca otro viera.
-¡Eso no es nada! -dijo el hombre que era un tipo pequeño y colorado, y lucía un gran bigote entrecano.
Y le mostró a Guerreiro el puño del paraguas, que era un rostro humano, con barba de pelo y ojos de cristal, y la boca colorada y abierta parecía la de un humano con vida.-¡Vaya boca! -comentó Guerreiro.
-¡Paraguas, saca la lengua! -ordenó el dueño del paraguas.
Y por la boca aquella sacó el paraguas la lengua, larga y colorada, una lengua de perro que lamió cariñosamente la mano del amo. El cual se quitó la boina y la puso en el suelo, delante de Guerreiro, quien echó en ella una peseta.
-¿Qué trampa tiene? -preguntó Guerreiro, que era muy curioso.
El desconocido se rió.
-No tiene trampa ninguna, que es mi cuñado Jacinto.
Y explicó que su cuñado Jacinto encontrara aquel paraguas en un campo, en Friol, y le pareció un buen paraguas, algo grande, eso sí, y como el paraguas parecía perdido, lo cogió, y se alegró de aquel hallazgo, porque en aquel momento comenzó a llover fuerte. Jacinto abrió el paraguas, y éste, abriéndose y cerrándose, se tragó a Jacinto. Abierto, el paraguas corrió por el aire a posarse en la era de la casa de Jacinto, junto al pajar. Jacinto, perdido no se sabe dónde, dentro del paraguas, gritaba por la boca del puño, que aún no le naciera barba en el mentón. Acudieron la mujer, los cuñados, los suegros, los vecinos.
-¡Soy Jacinto, María! -le gritaba a la mujer.
Ésta no sabía qué hacer. La voz era la de Jacinto. Por si valía de algo, la mujer se plantó ante el paraguas, que se mantenía abierto en el aire.
-¡Si eres Jacinto Onega Ribas, casado con Manuela García Verdes, da una prueba!
Y fue entonces cuando Jacinto, por vez primera, sacó la lengua.
-¡La misma! -dijo la mujer, que digo yo que la conocería.
En verdad, Jacinto tenía una lengua muy larga, que le revertía de la boca cuando estaba distraído, y que le valiera muchos arrestos cuando hizo el servicio militar en Zamora 8, en Lugo. Y ahora, desde que era paraguas, o habitaba el paraguas, aún le creciera más con el ejercicio que hacía sacándola para decir que estaba allí, y con las caricias que hacía a los parientes, e incluso a las vacas, de las que se alimentaba directamente, mamando sabroso.
-¿Por qué no anda con él por las ferias? -preguntó Guerreiro, que ya estaba pesaroso de haber echado una peseta en la boina del cuñado de Jacinto.
-No quiere mi hermana, que hasta duerme con el paraguas. ¡Después de todo es su marido!
El cuñado de Jacinto dijo que iba a hacer un descanso, y se despidió de Guerreiro, quien siguió camino. Los dos cuñados quedaban hablando. El paraguas debía decir algo que al otro no le gustaba, que el pequeño del bigote le dio una bofetada. El paraguas gritó algo que Guerreiro no pudo entender. La discusión prosiguió, y Guerreiro apuró el paso, no fuera a verse metido en un lío. Llovía en aquel alto de Arís, en la banda del Arneiro oscuro. Guerreiro, antes de iniciar el descenso a Lombadas, se subió a una roca, y vio cómo el hombre del paraguas abría éste, con bastante esfuerzo, y se metía debajo. El paraguas comenzó a volar sobre las ginestas en flor. Volaba contra viento, llevando al cuñado montado en la caña. Guerreiro no se pudo contener y gritó con todas sus fuerzas:
-¡Señor Jacinto!
Algo rojo lució en el puño del paraguas, por entre las piernas del cuñado de Jacinto. Era la lengua, sin duda. Luego Jacinto pegó un gran salto, y siguió viaje. Según Guerreiro hacia Guitiriz o La Coruña.


Cuento incluido en La otra gente, Barcelona, Destino, 1975, págs. 47-49

lunes, 5 de octubre de 2015

“LA IDENTIDAD” de ELENA PONIATOWSKA

Yo venía cansado. Mis botas estaban cubiertas de lodo y las arrastraba como si fueran féretros. La mochila se me encajaba en la espalda, pesada. Había caminado mucho, tanto que lo hacía como un animal que se defiende. Pasó un campesino en su carreta y se detuvo. Me dijo que subiera. Con trabajo me senté a su lado. Calaba frío. Tenía la boca seca, agrietada en la comisura de los labios; la saliva se me había hecho pastosa. Las ruedas se hundían en la tierra dando vuelta lentamente. Pensé que debía hacer el esfuerzo de girar como las ruedas y empecé a balbucear unas cuantas palabras. Pocas. Él contestaba por no dejar y seguimos con una gran paciencia, con la misma paciencia de la mula que nos jalaba por los derrumbaderos, con la paciencia del mismo camino, seco y vencido, polvoroso y viejo, hilvanando palabras cerradas como semillas, mientras el aire se enrarecía porque íbamos de subida –casi siempre se va de subida-, hablamos, no sé, del hambre, de la sed, de la montaña, del tiempo, sin mirarnos siquiera. Y de pronto, en medio de la tosquedad de nuestras ropas sucias, malolientes, el uno junto al otro, algo nos atravesó blanco y dulce, una tregua transparente. Y nos comunicamos cosas inesperadas, cosas sencillas, como cuando aparece a lo largo de una jornada gris un espacio tierno y verde, como cuando se llega a un claro en el bosque. Yo era forastero y sólo pronuncié unas cuantas palabras que saqué de mi mochila, pero eran como las suyas y nada más las cambiamos unas por otras. Él se entusiasmó, me miraba a los ojos, y bruscamente los árboles rompieron el silencio. “Sabe, pronto saldrá el agua de las hendiduras”. “No es malo vivir en la altura. Lo malo es bajar al pueblo a echarse un trago porque luego allá andan las viejas calientes. Después es más difícil volver a remontarse, no más acordándose de ellas”… Dijimos que se iba a quitar el frío, que allá lejos estaban los nubarrones empujándolo y que la cosecha podía ser buena. Caían nuestras palabras como gruesos terrones, como varas resecas, pero nos entendíamos.
Llegamos al pueblo donde estaba el único mesón. Cuando bajé de la carreta empezó a buscarse en todos los bolsillos, a vaciarlos, a voltearlos al revés, inquieto, ansioso, reteniéndome con los ojos: “¿Qué le regalaré? ¿Qué le regalo? Le quiero hacer un regalo…” Buscaba a su alrededor, esperanzado, mirando el cielo, mirando el campo. Hurgoneó de nuevo en su vestido de miseria, en su pantalón tieso, jaspeado de mugre, en su saco usado, amoldado ya a su cuerpo, para encontrar el regalo. Miró hacia arriba, con una mirada circular que quería abarcar el universo entero. El mundo permanecía remoto, lejano, indiferente. Y de pronto todas las arrugas de su rostro ennegrecido, todos esos surcos escarbados de sol a sol, me sonrieron. Todos los gallos del mundo habían pisoteado su cara, llenándola de patas. Extrajo avergonzado un papelito de no sé dónde, se sentó nuevamente en la carreta y apoyando su gruesa mano sobre las rodillas tartamudeó:
-Ya sé, le voy a regalar mi nombre.

(En De noche vienes (1979), México D.F., Ediciones Era, 1985, págs. 16-17)