martes, 24 de noviembre de 2015

"SOÑÓ QUE ESTABA PRESO" DE MARIO BENEDETTI

Aquel preso soñó que estaba preso. Con matices, claro, con diferencias. Por ejemplo, en la pared del sueño había un afiche de París; en la pared real sólo había una oscura mancha de humedad. En el piso del sueño corría una lagartija; desde el suelo verdadero lo miraba una rata. El preso soñó que estaba preso. Alguien le daba masajes en la espalda y él empezaba a sentirse mejor. No podía ver quién era, pero estaba seguro de que se trataba de su madre, que en eso era una experta. Por el amplio ventanal entraba el sol mañanero y él lo recibía como una señal de libertad. Cuando abrió los ojos, no había sol. 
El ventanuco con barrotes (tres palmos por dos) daba a un pozo de aire, a otro muro de sombra. El preso soñó que estaba preso. Que tenía sed y bebía abundante agua helada. Y el agua le brotaba de inmediato por los ojos en forma de llanto. Tenía conciencia de por qué lloraba, pero no se lo confesaba ni siquiera a sí mismo. Se miraba las manos ociosas, las que antes construyeron torsos, rostros de yeso, piernas, cuerpos enlazados, mujeres de mármol. Cuando despertó, los ojos estaban secos, las manos sucias, las bisagras oxidadas, el pulso galopante, los bronquios sin aire, el techo con goteras. A esa altura, el preso decidió que era mejor soñar que estaba preso. Cerró los ojos y se vio con un retrato de Milagros entre las manos.
Pero el no se conformaba con la foto. Quería a Milagros en persona, y ella compareció, con una amplia sonrisa y un camisón celeste. Se arrimó para que él se lo quitara y él, no faltaba más, se lo quitó. La desnudez de Milagros era por supuesto milagrosa y él la fue recorriendo con toda su memoria, con todo su disfrute. No quería despertarse, pero se despertó, unos segundos antes del orgasmo onírico y virtual. Y no había nadie. Ni foto ni Milagros ni camisón celeste. Admitió que la soledad podía ser insoportable. El preso soñó que estaba preso. Su madre había cesado los masajes, entre otras cosas porque hacía años que había muerto. A él invadió la nostalgia de su mirada, de su canto, de su regazo, de sus caricias, de sus reproches, de sus perdones. Se abrazó a sí mismo, pero así no valía. Milagros le hacía adiós, desde muy lejos. A él le pareció que desde un cementerio. Pero no podía ser. Era desde un parque. Pero en la celda o había parque, de modo que, aun dentro del sueño, tuvo conciencia de que era eso: un sueño. Alzó su brazo para también él brindar su adiós. Pero su mano era solo un puño, y, como es sabido, los puños apretados no han aprendido a decir adiós.
Cuando abrió los ojos, el camastro de siempre le trasmitió un frío impertinente. Tembloroso, entumecido, trató de calentar sus manos con el aliento. Pero no podía respirar. Allá, en el rincón, la rata lo seguía mirando, tan congelada como él. El movió la mano y la rata adelantó una pata. Eran viejos conocidos. A veces él le arrojaba un trozo de su horrible, despreciable menú. La rata era agradecida. Así y todo, el preso echó de menos a la verde, agilísima lagartija de sus sueños y se durmió para recuperarla. Se encontró con que la lagartija había perdido la cola. Un sueño así, ya no valía la pena de ser soñado. Y sin embargo. Sin embargo empezó a contar con los dedos los años que le faltaban. Uno dos tres cuatro y despertó. En total eran seis y había cumplido tres. Los contó de nuevo, pero ahora con los dedos despiertos. No ten a radio ni reloj ni libros ni lápiz ni cuaderno. A veces cantaba bajito para llenar precariamente el vacío. Pero cada vez recordaba menos canciones. 
De niño también había aprendido algunas oraciones que le había enseñado la abuela. Pero ahora a quién le iba a rezar?. Se sentía estafado por Dios, pero tampoco él quería estafar a Dios. El preso soñó que estaba preso y que llegaba Dios y le confesaba que se sentía cansado, que padecía insomnio y eso lo agotaba, y que a veces, cuando por fin lograba conciliar el sueño, tenía pesadillas, en las que Jesús le pedía auxilio desde la cruz, pero El estaba encaprichado y no se lo daba. Lo peor de todo, le decía Dios, es que Yo no tengo Dios a quien encomendarme. Soy como un Huérfano con mayúscula. El preso sintió lástima por ese Dios tan solo y abandonado. Entendió que, en todo caso, la enfermedad de Dios era la soledad, ya que su fama de supremo, inmarcesible y perpetuo espantaba a los santos, tanto a los titulares como a los suplentes. Cuando despertó y recordó que era ateo, se le acabó la lástima hacia Dios, más bien sintió lástima de sí mismo, que se hallaba enclaustrado, solitario, sumido en la mugre y en el tedio. Después de incontables sueños y vigilias llegó una tarde en que dormía y fue sacudido sin la brusquedad habitual, y un guardia le dijo que se levantara porque le habían concedido la libertad. El preso sólo se convenció de que no soñaba cuando sintió el frío del camastro y verificó la presencia eterna de la rata. 
La saludó con pena y luego se fue con el guardia para que le dieran la ropa, algún dinero, el reloj, el bolígrafo, una cartera de cuero, lo poco que le habían quitado cuando fue encarcelado. A la salida no lo esperaba nadie. Empezó a caminar. Caminó como dos días, durmiendo al borde del camino o entre los árboles. En un bar de suburbio comió dos sandwiches y tomó una cerveza en la que reconoció un sabor antiguo. Cuando por fin llegó a casa de su hermana, ella casi se desmayó por la sorpresa. Estuvieron abrazados como diez minutos. Después de llorar un rato ella le preguntó qué pensaba hacer. Por ahora, una ducha y dormir, estoy francamente reventado. 
Después de la ducha, ella lo llevó hasta un altillo, donde había una cama. No un camastro inmundo, sino una cama limpia, blanda y decente. Durmió más de doce horas de un tirón. Curiosamente, durante ese largo descanso, el ex preso soñó que estaba preso. Con lagartija y todo.

"EL ECLIPSE" de AUGUSTO MONTERROSO

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

lunes, 23 de noviembre de 2015

“INSTRUCCİONES PARA SUBİR UNA ESCALERA AL REVÉS” de JULIO CORTÁZAR


En un lugar de la bibliografía del que no quiero acordarme, se explicó alguna vez que hay escaleras para subir y escaleras para bajar; lo que no se dijo entonces es que también puede haber escaleras para ir hacia atrás. Los usuarios de estos útiles artefactos comprenderán, sin excesivo esfuerzo, que cualquier escalera va hacia atrás si uno la sube de espaldas, pero lo que en esos casos está por verse es el resultado de tan insólito proceso. Hágase la prueba con cualquier escalera exterior. Vencido el primer sentimiento de incomodidad e incluso de vértigo, se descubrirá a cada peldaño un nuevo ámbito que, si bien forma parte del ámbito del peldaño precedente, al mismo tiempo lo corrige, lo critica y lo ensancha. Piénsese que muy poco antes, la última vez que se había trepado en la forma usual por esa escalera, el mundo de atrás quedaba abolido por la escalera misma, su hipnótica sucesión de peldaños; en cambio, bastará subirla de espaldas para que un horizonte limitado al comienzo por la tapia del jardín, salte ahora hasta el campito de los Peñaloza, abarque luego el molino de la Turca, estalle en los álamos del cementerio y, con un poco de suerte, llegue hasta el horizonte de verdad, el de la definición que nos enseñaba la señorita de tercer grado. ¿Y el cielo? ¿Y las nubes? Cuéntelas cuando esté en lo más alto, bébase el cielo que le cae en plena cara desde su inmenso embudo. A lo mejor después, cuando gire en redondo y entre en el piso alto de su casa, en su vida doméstica y diaria, comprenderá que también allí había que mirar muchas cosas en esa forma, que también en una boca, un amor, una novela, había que subir hacia atrás. Pero tenga cuidado, es fácil tropezar y caerse. Hay cosas que sólo se dejan ver mientras se sube hacia atrás y otras que no quieren, que tienen miedo de ese ascenso que las obliga a desnudarse tanto; obstinadas en su nivel y en su máscara se vengan cruelmente del que sube de espaldas para ver lo otro, el campito de los Peñaloza o los álamos del cementerio. Cuidado con esa silla; cuidado con esa mujer.


Historias de cronopios y de famas (1962)