
Había en otros tiempos un rey moro de Granada que sólo tenía un hijo, llamado Ahmed, a quien los cortesanos le pusieron el nombre de Al Kamel o
Para hacer frente a los peligros
augurados determinó el rey recluir al príncipe donde no pudiera ver nunca
rostro de mujer alguna ni llegar a sus oídos la palabra amor. Con este objeto
hizo construir un bello palacio en la colina que dominaba la Alhambra, rodeado
de deliciosos jardines, pero cercado de elevadas murallas -el mismo palacio que
se conoce actualmente con el nombre de El
Generalife-. En este palacio encerró el monarca al joven príncipe,
confiándolo a la vigilancia e instrucción de Eben Bonabben, filósofo árabe tan
sabio como severo, que había pasado la mayor parte de su vida en Egipto
dedicado al estudio de los jeroglíficos y examinando los sepulcros y las
Pirámides; por lo cual encontraba más encanto en una momia egipcia que en la
belleza más tierna y seductora. Se encomendó a este sabio que instruyese al
príncipe en toda clase de conocimientos, pero debía ignorar completamente lo
que era amor.
-Emplead todas las precauciones
necesarias para que se cumpla mi voluntad -le dijo el rey-; pero tened
presente, ¡oh Eben Bonabben!, que, si mi hijo llega a saber algo de esa ciencia
prohibida, os costará bastante caro y vuestra cabeza será responsable.
Una amarga sonrisa se dibujó en el
rostro del sabio Bonabben al oír esta amenaza, y respondió al califa:
-Esté vuestra majestad tranquilo
por lo que toca a su hijo como yo lo estoy por mi cabeza; ¿seré yo acaso capaz
de dar lecciones de esa vehemente pasión?
Creció el príncipe bajo la
vigilancia del filósofo, recluido en el palacio y sus jardines. Tenía para su
servicio unos esclavos negros; horrorosos mudos que no sabían ni pizca en
materias de amores, y, si algo sabían, no tenían don de palabra para
comunicarlo. Su educación intelectual estaba encomendada al cuidado especial de
Eben Bonabben, el cual procuraba iniciarlo en las ciencias abstractas del
Egipto; pero el príncipe progresaba poco, dando muestras evidentes de que no
gustaba de la filosofía.
Era, en verdad, el joven príncipe
extremadamente dócil para seguir las indicaciones que le hacían los demás,
guiándose siempre del último que le aconsejaba. Ahogaba su aburrimiento y
escuchaba con paciencia las largas y profundas lecciones de Eben Bonabben, con
las cuales, aprendiendo algo de cada cosa, llegó a poseer dichosamente a los
veinte años una asombrosa sabiduría, pero en ignorancia completa de lo que era
el amor.
Por este tiempo se efectuó un
cambio en la manera de ser de nuestro príncipe. Abandonó enteramente los
estudios, y se aficionó a pasear por los jardines y a meditar al lado de las
fuentes. Había aprendido, entre otras varias cosas, un poco de música, con la
cual se deleitaba la mayor parte del día, así como también gustaba de la
poesía. El filósofo Eben Bonabben se alarmó, y trató de contrariar estas aficiones
explicándole un severo curso de álgebra; pero en el regio mozo no despertaba el
más leve interés esta árida ciencia. «¡No la puedo soportar! -decía-; ¡la
aborrezco! ¡Necesito algo que me hable al corazón!»
El sabio Eben Bonabben movió su
venerable cabeza al oír estas palabras. «¿Ya hemos dado al traste con toda la
filosofía? -dijo en su interior-. ¡El príncipe ha descubierto ya que tiene
corazón!» Desde entonces vigiló con ansiedad a su pupilo, y veía que la latente
ternura de su naturaleza estaba en actividad y que sólo necesitaba un objeto.
Vagaba Ahmed por los jardines del Generalife con cierta exaltación de
sentimientos, cuya causa él desconocía. Unas veces se sentaba y se abismaba en
deliciosos ensueños; otras pulsaba su laúd, arrancándole las más sentimentales
melodías, y después lo arrojaba con despecho y comenzaba a suspirar y a
prorrumpir en extrañas exclamaciones.
Poco a poco se fue manifestando su
propensión al amor hasta con los objetos inanimados; tenía flores favoritas a
las que acariciaba con tierna constancia; más tarde mostraba su cariñosa
predilección por ciertos árboles, depositando su amorosa ternura en uno de
forma graciosa y delicado ramaje, en cuya corteza grabó su nombre y sobre cuyas
ramas colgaba guirnaldas, cantando canciones en su alabanza acompañadas de los
acentos de su laúd.
Eben Bonabben se alarmó ante el
estado de excitación de su pupilo, a quien veía en camino de aprender la vedada
ciencia, pues la más pequeña cosa podría revelarle el fatal secreto. Temblando
por la salvación del príncipe y por la seguridad de su cabeza, se apresuró a
apartarlo de los encantos del jardín y lo encerró en la torre más alta del
Generalife. Contenía ésta lindos departamentos que dominaban un horizonte sin
límites, si bien se hallaban, por lo elevados, fuera de aquella atmósfera de
voluptuosidad y a distancia de aquellos risueños bosquecillos tan peligrosos
para los sentimientos del impresionable Ahmed.
¿Qué hacer para acostumbrarlo a
esta soledad y para que no se consumiera en tan largas horas de fastidio? Ya
había agotado toda clase de conocimientos amenos, y en cuanto al álgebra, no
había que hablarle de ella ni remotamente. Por fortuna, Eben Bonabben aprendió,
cuando vivió en Egipto, el lenguaje de los pájaros con un rabino judío que lo
había recibido a su vez en línea recta del sabio Salomón, cuyo conocimiento
aprendió éste de la reina de Saba. No bien le indicó ese estudio, cuando los
ojos del príncipe se animaron repentinamente, aplicándose a esta ciencia con
tal avidez que muy pronto se hizo en ella tan docto como su maestro.
La torre del Generalife no fue ya
en adelante sitio solitario, pues tenía a mano compañeros con quienes
conversar.
La primera amistad que hizo fue con
un cuervo que había fijado su nido en lo alto de las almenas, desde cuya altura
se lanzaba en busca de presa. Con todo, el príncipe encontró poco que alabar en
su contertulio, pues no era ni más ni menos que un pirata del aire, necio y
fanfarrón, que sólo hablaba de rapiña, carnicería y de acciones feroces.
Trabó después amistad con un búho,
pájaro de aspecto filosófico, cabeza voluminosa y ojos inmóviles, que se pasaba
todo el día graznando y dando cabezadas en un agujero de la pared, saliendo
solamente a merodear por la noche. Mostraba altas pretensiones de sabio,
hablaba su poquito de astrología y de la luna, conociendo algo de las artes
mágicas; pero su principal afición era la metafísica, encontrando el príncipe
más insoportable aún sus disquisiciones que las del mismo sabio Eben Bonabben.
Encontró después un murciélago que
pasaba todo el día agarrado con las patas en un tenebroso rincón de la bóveda,
y que sólo salía -como si dijéramos- con chinelas y gorro de dormir en cuanto
anochecía. No tenía más que conocimientos a medias de todas las cosas,
burlándose de lo que ignoraba y de lo que apenas conocía, aparentando no hallar
placer en nada.
Había también una golondrina, de la
cual quedó prendado el príncipe al poco tiempo. Era muy habladora, pero
aturdida, bulliciosa, y siempre andaba volando y permanecía raras veces el tiempo
suficiente para trabar conversación. Comprendió al fin que era muy superficial,
que nada profundizaba y que pretendía conocer todo, sin saber absolutamente lo
más mínimo.
Tales eran los plumíferos amigos
con quienes el príncipe tenía ocasión de ejercitar el nuevo lenguaje que había
aprendido, pues la torre era demasiado elevada para que otros pájaros, pudieran
frecuentarla. Pronto se cansó de sus nuevas amistades, cuyos coloquios hablaban
tan poco a la cabeza y nada al corazón; con lo cual poco a poco se fue tornando
a su soledad. Pasó el invierno y volvió la primavera con sus galas y su verdor,
y con ella el tiempo feliz en que llegaron los pájaros para hacer sus nidos y
empollar sus huevos. De repente empezó a oírse en los bosques y jardines del
Generalife un concierto general de dulce melodía, que llegó hasta los oídos del
príncipe, encerrado aún en su solitaria torre. Por todas partes se oía el mismo
tema universal, ¡amor!, ¡amor!, ¡amor!, cantado y contestado de mil poéticas
maneras y con mil diversas armonías y modulaciones. Escuchaba el príncipe
silencioso y perplejo, y decía pensativo: «¿Qué será ese amor de que el mundo
parece invadido y del cual yo no sé una palabra?» Trató de informarse de su
amigo el cuervo, pero la grosera ave le contestó con desdén: «Debéis dirigiros
a los pájaros vulgares y pacíficos de la tierra, que han nacido para ser presa
de nosotros los príncipes del aire. Mi ocupación es la guerra y mis delicias el
pelear, y, como guerrero, nada sé de eso que llaman amor.»
El príncipe se apartó de él
disgustado y buscó al búho, que estaba en su retiro. «Ésta es un ave -pensó- de
costumbres tranquilas, y me dará la solución del enigma.» Preguntó, por lo
tanto, al búho qué era ese amor que unísonamente cantaban todos los pájaros del
bosque. No bien escuchó la pregunta el búho cuando, ofendido y con rostro
serio, le contestó: «Yo paso mis noches ocupado en estudiar, madurando de día
en mi celda todo lo que he aprendido. Por lo que toca a esos pájaros de que me
habláis, ni los oigo ni los entiendo. Gracias a Allah, no sé cantar; soy
filósofo y no me ocupo de lo que se refiere al amor.»
Entonces el príncipe se fijó en lo
alto de la bóveda, donde se hallaba agarrado con las patas su amigo el
murciélago, y le hizo la misma pregunta. El murciélago frunció el hocico con
aire de menosprecio, y le dijo refunfuñando: «¿A qué turbáis mi sueño de la
mañana para hacerme una pregunta tan necia? Yo no salgo hasta que oscurece,
cuando todos los pájaros duermen ya, y nunca me meto en sus negocios. No soy ni
ave ni animal terrestre, de lo que doy infinitas gracias a los cielos; he
descubierto los defectos de unos y otros, y aborrezco desde el primero hasta el
último. Para concluir: soy misántropo, y nada sé de eso que llaman amor.»
Como último recurso se dirigió el
príncipe a la golondrina, deteniéndola cuando se hallaba revoloteando y
describiendo círculos en lo alto de la torre. La golondrina, como de costumbre,
estaba muy de prisa y no tenía tiempo para contestarle: «Bajo palabra de honor
-le dijo-, tengo tantos negocios que evacuar y tantas ocupaciones a que
atender, que me faltan todos los días mil visitas que pagar y cien mil negocios
de importancia que examinar, no quedándome un momento libre para semejante
bagatela. En una palabra: soy un ave de mundo, y no entiendo lo que es el
amor.» Y así diciendo, voló la golondrina hacia el valle, perdiéndose de vista
en un momento.
Quedó el príncipe desazonado y
perplejo, pero estimulada cada vez más su curiosidad por la misma dificultad
que tenía de poder satisfacerla. Hallándose de tal suerte, acertó a entrar su
guardián en la torre. El príncipe le salió al encuentro con ansiedad, y le
dijo:
-¡Oh Eben Bonabben! Vos me habéis
enseñado la mayor parte de la sabiduría de la tierra, pero hay una cosa acerca
de la cual estoy en completa ignorancia, y quisiera que me la explicaseis.
-Mi príncipe y señor no tiene más
que preguntar, pues todo lo que encierra la limitada inteligencia de este su
siervo está a su disposición.
Quedose Eben Bonabben como si
hubiese caído un rayo a sus pies. Tembló, se puso lívido y le parecía que la
cabeza se le escapaba ya de los hombros.
-¿Qué cosa ha podido sugeriros
semejante pregunta, mi querido príncipe? ¿Dónde habéis aprendido esa vana
palabra?
El sabio se volvió todo oídos. Los
ruiseñores de la selva cantaban a sus amantes que posaban en los rosales; de
los floridos arbolillos y del espeso ramaje salía un himno melodioso sobre este
solo tema: ¡amor!,
¡amor!, ¡amor!
-¡Allah Akbar! -exclamó el filósofo
Bonabben-. ¿Quién pretenderá ocultar este secreto al corazón del hombre, cuando
hasta los mismos pájaros conspiran por revelarlo?
-Noble príncipe: cerrad vuestros
oídos a esos cantos seductores, y no abráis la inteligencia a esos
conocimientos peligrosos. Sabed que ese decantado amor es la causa de la mitad
de los males que afligen a la desdichada humanidad, el origen de las amarguras
y discordias entre amigos y hermanos; él engendra traiciones, asesinatos y
guerras asoladoras; trae consigo cuidados y tristezas; va acompañado de días de
inquietud y noches de insomnio, marchita el alma y amarga la alegría de los
pocos años, y lleva consigo las penas y pesares de una vejez prematura. ¡Allah
os conserve, príncipe querido, en completa ignorancia de esa pasión que se
llama amor!
Retirose el sabio Eben Bonabben
aturdido, dejando al príncipe abismado en la más profunda perplejidad. En vano
intentaba éste apartar tal idea de su imaginación, pues, persistía aquélla,
sobreponiéndose a todos sus pensamientos, atormentándole y deshaciéndole en
vanas conjeturas. «Seguramente -se decía a sí mismo al escuchar los armoniosos gorjeos
de los pajarillos- no hay tristeza en estos trinos, sino que, por el contrario,
todo es ternura y regocijo. Si el amor es la causa de tantas calamidades y
odios, ¿por qué estos pájaros no están abatidos en la soledad o despedazándose
los unos a los otros, y no que están revoloteando alegremente por entre los
árboles y regocijándose juntos entre las flores?»
Hallábase cierta mañana recostado
el príncipe en su lecho, meditando sobre tan inexorable materia, abierta la
ventana de su cuarto para aspirar la suave brisa de la mañana, que se elevaba
saturada con la fragancia de las flores de los naranjos del valle del Dauro,
dejándose oír débilmente los trinos de los ruiseñores, que seguían cantando
sobre el mismo tema. Embebido y suspirando se hallaba nuestro regio cautivo
cuando he aquí que oye un revoloteo por el aire; era un hermoso palomo que,
perseguido por un gavilán, se entró por la ventana y cayó rendido de cansancio
al suelo, en tanto que su perseguidor, no pudiendo hacerlo presa, se fue
volando por las montañas.
Levantó el príncipe al ave
fatigada, la acarició y la abrigó en su seno. Luego que la hubo tranquilizado
con sus halagos, le metió en una jaula de oro, ofreciéndole con sus propias
manos hermoso trigo blanco y agua cristalina. El pobre palomo, sin embargo, no
quería comer y permanecía melancólico y triste, exhalando lastimeros quejidos.
-¡Ay, no! -le replicó el palomo-.
¡Me veo separado de mi amada compañera, y en la hermosa época de la primavera,
época del amor!
-¡Perfectamente, príncipe mío! El
amor es el tormento de uno, la felicidad de dos y la lucha y enemistad de tres;
es un encanto que atrae mutuamente a dos seres y los une por irresistibles
simpatías, haciéndolos felices cuando están juntos, pero desgraciados cuando
están separados. ¿Acaso no existe un ser con quien tú te encuentres ligado por
este vínculo del amor?
-Sí, yo amo a mi anciano maestro
Eben Bonabben más que a todos los demás seres; pero suele parecerme con
frecuencia fastidioso, y me creo más feliz muchas veces sin su compañía.
-No es ésa la simpatía de que yo
hablé. Yo me refiero al amor, el gran misterio y principio de la vida; al sueño
exaltado de la juventud; a la sombría delicia de la edad madura. Mira a tu
alrededor, ¡oh príncipe!, y verás cómo en esta deliciosa estación toda la
Naturaleza está respirando ese tierno amor. Cada ser tiene su compañero: el
pájaro más insignificante canta a su pareja; hasta el mismo escarabajo corteja
a su amante en el polvo, y aquellas mariposas que ves revoloteando por encima
de la torre y jugando en el aire, todos son felices con su amor. ¡Ay, príncipe
mío! ¿Has malgastado los preciosos días de tu juventud sin saber nada de lo es
el amor? ¿No hay ningún gentil ser del otro sexo, una hermosa princesa, una
enamorada dama, que haya cautivado tu corazón, que haya agitado tu pecho con un
suave conjunto de agradables penas y de tiernos deseos?
-Ya empiezo a comprender -dijo el
príncipe suspirando-; yo he experimentado esa inquietud no pocas veces, pero
sin saber la causa; mas, ¿dónde encontraría ese objeto, tal como tú me lo
pintas, en esta espantosa soledad?
Prolongose algún rato más este
coloquio, con lo que la primera lección del amor que recibió el inexperto
monarca fue del todo completa.
-¡Ay! -dijo-. ¡Si el amor es tal
delicia y su interrupción tal amargura, no permita Allah que yo perturbe el
regocijo de los que aman!
Y, abriendo la jaula, sacó al
palomo y, después de haberlo besado, lo puso en la ventana diciéndole:
-Vuela, ave feliz, y regocíjate con
tu amada compañera en los días de tu juventud primaveral. ¿Para qué te he de
tener prisionera en esta solitaria torre, donde nunca podrá penetrar el amor?
El palomo batió sus alas en señal
de alegría, describió un círculo en el aire y voló después rápidamente hacia
las floridas alamedas del Dauro.
Siguiole el príncipe con la vista,
quedando después abismado en amargas reflexiones. El canto de los pájaros, que
antes le deleitaba, ya le hacía más amarga su soledad. ¡Amor!, ¡amor!, ¡amor! ¡Ah, pobre joven! ¡Entonces conoció lo
que significaban estos trinos!
-¿Por qué me habéis tenido en esta
abyecta ignorancia? -le dijo duramente-. ¿Por qué me habéis ocultado el gran
misterio y principio de la vida, cuando lo sabe el más insignificante de los
seres? Observad cómo la Naturaleza entera se entrega a estos sueños de
delicias, y cómo todas las criaturas se regocijan con su compañera. ¡Éste, éste
es el amor que yo quería conocer! ¿Por qué se me prohíbe gozar de él? ¿Por qué
se han deslizado los días de mi juventud sin saber nada acerca de tales
delicias?
El sabio Bonabben comprendió que
era inútil toda reserva, pues el príncipe conocía ya la peligrosa ciencia
prohibida. Por lo tanto, le reveló las predicciones de los astrólogos y las
precauciones que se habían tomado en su educación para conjurar la desgracia
pronosticada.
-Y ahora, príncipe mío -añadió-, mi
vida está en vuestras manos. En cuanto descubra vuestro severo padre que habéis
aprendido al fin lo que es el amor, como estáis bajo mi tutela, sabed que mi
cabeza tendrá que responder de vuestra ciencia.
El príncipe era tan razonable, a pesar
de su corta edad, que escuchó las reflexiones de su tutor sin oponer a ellas la
más leve palabra. Además, como profesaba verdadero cariño a Eben Bonabben y no
conocía todavía el amor más que teóricamente, consintió en sepultar en el fondo
de su pecho lo que había aprendido, antes que dar lugar a que peligrase la
cabeza del filósofo.
Su discreción, sin embargo, tuvo
que sufrir bien pronto una prueba más fuerte. Pocas mañanas después hallábase
meditando en los adarves de la torre cuando vio que venía cerniéndose por los
aires el palomo a quien había dado libertad, y que se le posaba confiadamente
en sus hombros.
-Ave dichosa, que puedes volar con
la rapidez con que la luz de la mañana se extiende hasta las más lejanas
regiones de la tierra: ¿dónde has estado desde que nos vimos por última vez?
-En una tierra muy lejana, príncipe
querido, de la cual te traigo felices nuevas en premio de mi libertad. En mi
acompasado vuelo, extendiéndome por llanuras y montañas, y conforme iba
cortando el aire, divisé debajo de mí un jardín amenísimo, rico en toda clase
de flores y frutos. Junto a una verde pradera se precipitaba una límpida y
hermosa corriente, y en el centro del jardín se elevaba un majestuoso palacio.
Poseme sobre un árbol para descansar de mi fatigoso vuelo, y vi junto al césped
de la ribera y por debajo de mí una lindísima princesa en la flor de su
juventud y de su belleza, rodeada de sus doncellas y sirvientes tan jóvenes
como ella, que venían ciñendo su frente con guirnaldas y coronas de flores,
cuando, ¡ay!, no había flor silvestre ni de jardín que pudiera compararse con
su belleza. Oculta en aquel retiro pasaba los días de su vida, pues el jardín
se hallaba rodeado de elevadas murallas, no permitiéndosele la entrada en él a
ningún humano mortal. Cuando vi a aquella hermosa doncella tan joven, tan pura,
tan inocente de las cosas del mundo, dije para mí: «He aquí el ser creado por
el cielo para inspirar amor a mi príncipe bienhechor».
Este relato del ave cariñosa fue
una chispa de fuego que inflamó el corazón del contristado príncipe: como que
todo el amor latente hasta entonces en su alma encontraba súbitamente su
anhelado objeto. Se sintió, pues, el noble príncipe vehementemente enamorado de
la princesa, y al punto la escribió una carta redactada en lenguaje
apasionadísimo, respirando el más ardiente amor y quejándose de la infausta
prisión que le impedía ir en busca de ella para postrarse rendido a sus pies.
Añadió también varias poesías de ternísima y conmovedora elocuencia, pues era
poeta por naturaleza, y aún más entonces, inspirado por el amor. Puso la
dirección de su billete en esta forma:
y, por último, después de perfumarla con almizcle y rosas, se la
entregó al palomo.
-Parte, fidelísimo mensajero -le
dijo-. Vuela por montañas y valles, ríos y llanuras; no descanses en rama ni te
poses sobre la tierra hasta que hayas entregado esta carta a la señora de mis
pensamientos.
El palomo se elevó por los aires y,
tomando vuelo, partió como una flecha en línea recta. El príncipe lo siguió con
la vista hasta que no se vio más que un punto negro sobre las nubes,
desapareciendo poco a poco tras las montañas.
Día tras día esperaba el príncipe
el regreso del mensajero de amor, mas todo en vano. Comenzó ya a acusarle de
ingratitud, cuando cierta tarde, a la caída del sol, entró volando
repentinamente el ave fidelísima en su habitación y expiró, cayendo a sus pies.
La flecha de algún cruel cazador había atravesado su pecho. Con todo, había
luchado con agonías de la muerte hasta dejar cumplida su misión. Inclinose el
príncipe, ahogado de pena, sobre aquel venerable mártir de la fidelidad, cuando
notó que tenía una cadena de perlas alrededor de su cuello, y pendiente de ella
y junto a las alas una miniatura esmaltada que representaba el retrato de una
hermosísima princesa en la flor de su juventud. Era, sin duda, la desconocida
beldad del jardín; pero, ¿quién era y dónde residía? ¿Había recibido el billete
y enviaba este retrato en señal de amorosa correspondencia? Desgraciadamente,
la muerte del fiel palomo mensajero dejaba envuelto este lance en el más
profundo misterio.
El príncipe miraba absorto el
precioso retrato, hasta que sus ojos se arrasaron en lágrimas; lo llevaba a sus
labios y lo estrechaba contra su pecho, mirándolo sin cesar con melancólica
ternura. «-¡Hermosa imagen! No eres, ¡ay!, más que una imagen, y, sin embargo,
tus tiernos ojos parece que se fijan en mí; tus labios de rosa semejan querer
infundirme valor. ¡Vanas ilusiones!... ¿No han mirado nunca del mismo modo a
otro rival más afortunado que yo? ¿Dónde podré yo encontrar en este mundo el
original? ¿Quién sabe cuántos reinos y montañas nos separarán y cuántas
desgracias nos amenazarán? ¡Acaso en este mismo momento se verá rodeada de
solícitos amantes mientras que yo, triste prisionero en esta torre, paso y
pasaré mis días adorando una fantástica pintura...»
El príncipe Ahmed se decidió a
tomar una resolución. «Huiré de este palacio -dijo- que me sirve de odiosa
prisión, y, peregrino de amor, buscaré a esa desconocida princesa por todo el
mundo.» El escaparse de la torre durante el día, cuando todo el mundo se
hallaba despierto, era bastante difícil; pero por la noche el palacio no estaba
muy guardado, pues nadie sospechaba en el príncipe un atrevimiento de esta
clase, cuando siempre se había mostrado contento en su cautividad. ¿Y cómo
guiarse para huir entre las tinieblas nocturnas, no conociendo el país? Se
acordó entonces del búho, que, como salía a volar de noche, debía conocer todos
los vericuetos y pasos ocultos. Fue, pues, a buscarle en su agujero, y le
interrogó acerca de su conocimiento sobre el país. Al oír esto, le respondió
dándose importancia: «Habéis de saber, ¡oh príncipe!, que nosotros los búhos
somos una familia tan antigua como numerosa; hemos decaído algo, pero poseemos
todavía ruinosos castillos y palacios en toda España; no hay torre en la
montaña, fortaleza en el llano, ni antigua ciudadela en la población, que no
sirva de abrigo a algún hermano, tío o primo nuestro. Habiendo hecho un viaje
para visitar mis numerosos parientes, recorrí todos los rincones y escondrijos,
enterándome de camino de los sitios secretos del país». Regocijose el príncipe
de haber hallado al búho tan profundamente versado en topografía, y le informó,
por último, en confianza, de su tierna pasión y de su proyectada fuga,
rogándole al mismo tiempo que le sirviese de consejero.
-¡Andad noramala! -le respondió el
búho, mostrándose enojado-. ¿Soy yo ave que deba ocuparme en amores?... ¿Yo,
que he consagrado mi vida a la meditación y a los astros?
-No os ofendáis, dignísimo búho -le
dijo el príncipe-; dejad por un poco tiempo de meditar en las estrellas y
ayudadme en mi fuga, y os daré todo cuanto podáis apetecer.
-Yo tengo todo cuanto necesito -le
replicó el búho- unos cuantos ratones son suficientes para mi frugal sustento,
y este agujero me basta para mis estudios; ¿qué más puede desear un filósofo?
-Acordaos, ¡oh sapientísimo búho!,
que mientras pasáis la vida vegetando en vuestra celda y observando la luna,
todo vuestro talento está perdido para el mundo. Algún día seré soberano, y
entonces os colocaré en un puesto de honor y dignidad.
El búho, aunque filósofo abstraído
de las necesidades ordinarias de la vida, no estaba libre de ambición, por lo
que consintió, al fin, en huir con el príncipe, sirviéndole de mentor y guía en
su peregrinación.
Como los amantes ponen por obra
prontamente sus planes de amor, el príncipe reunió sus alhajas y las escondió
entre sus vestidos, destinándolas para los gastos del viaje, y aquella misma
noche se descolgó con su ceñidor por el ajimez de la torre, escalando las
murallas exteriores del Generalife, y salvó las montañas antes del amanecer,
guiado por el búho.
-Si valiese mi parecer -le dijo el
búho-, yo os recomendaría que marchásemos a Sevilla, pues habéis de saber que
fui allí a visitar, hace ya de esto muchos años, a un búho tío mío, que gozaba
de gran dignidad y poderío, el cual habitaba en un ángulo arruinado del Alcázar
en aquella ciudad. En mis salidas nocturnas a la población observé con
frecuencia una luz que brillaba en una solitaria torre. Poseme entonces sobre el
adarve y vi que procedía de la lámpara de un mago árabe a quien vi rodeado de
sus libros mágicos, sosteniendo en el hombro a un viejo cuervo, su favorito,
que había traído consigo del Egipto. Tengo relaciones con ese cuervo y a él le
debo gran parte de la ciencia que poseo. El mago murió mucho después; pero el
cuervo habita todavía en la torre, pues sabido es que esas aves gozan de larga
vida. Yo os aconsejo, ¡oh príncipe!, que busquemos al cuervo, porque es un gran
zahorí y hechicero y conoce perfectamente la magia negra, por la que son tan
renombrados todos los cuervos, especialmente los de Egipto.
Quedó el príncipe maravillado de la
sabiduría que encerraba este consejo, y tomó, por lo tanto, la dirección hacia
Sevilla. Caminaba solamente de noche, para complacer a su compañero,
descansando de día en alguna tenebrosa caverna o desmantelada torre, pues el
búho conocía todos los escondrijos y guaridas, y tenía verdadera pasión de
anticuario por las ruinas.
Al fin, cierta mañana, al romper el
día, llegaron a Sevilla, donde el búho, que aborrecía el resplandor y el ruido
de las calles, hizo alto fuera de las puertas de la ciudad, sentando sus reales
en el hueco de un árbol.
Pasó el príncipe la puerta, y
encontró al poco tiempo la torre mágica, que sobresale por encima de las casas
de la ciudad del mismo modo que la palmera se eleva sobre las hierbas del
desierto; era, en resumen, la misma torre que existe actualmente conocida con
el nombre de La
Giralda, famosa torre morisca de Sevilla.
El príncipe subió por una gran
escalera de caracol a lo alto de la torre, donde encontró el cabalístico
cuervo, ave misteriosa con la cabeza encanecida y casi desplumada, y con una
nube en un ojo que le hacía parecer un espectro; mirando con el ojo que le
quedaba un diagrama trabado sobre el pavimento.
Llegose el príncipe a él con el
respeto y reverencia que inspiraban su venerable aspecto y sobrenatural
sabiduría, y le dijo:
-Perdonad, ¡oh ancianísimo y sabio
cuervo mágico!, si interrumpo por un momento vuestros estudios, admiración del
mundo entero. Aquí tenéis delante a un peregrino de amor, que desea pediros
consejo para alcanzar el objeto de su pasión.
-Decidme claramente -le dijo el
cuervo dirigiéndole una mirada significativa- si es que queréis consultar mi
ciencia de zahorí; si es eso, mostradme vuestra mano y dejadme descifrar las
misteriosas líneas de la fortuna.
-Dispensad -le dijo el príncipe-.
No vengo para conocer los decretos del destino, ocultos por Allah a la vista de
los mortales, sino que, peregrino de amor, deseo solamente conocer la clave
para encontrar el objeto de mi peregrinación.
-¿Con que se os presentan
inconvenientes para encontrar el objeto de vuestra pasión en la seductora
Andalucía? -le dijo el viejo cuervo mirándole con el único ojo que le quedaba-.
Pero ¿cómo diantres os halláis perplejo en un Sevilla, donde bailan la zambra
mil beldades de ojos negros bajo las capas de los naranjos?
-Creedme, amigo mío; yo no persigo
empresa tan inútil e innoble como me insinúa. Las beldades de ojos negros de
Andalucía que bailan bajo los naranjos del Guadalquivir no tienen que ver nada
con mi aventura; yo busco a una doncella purísima, al original de este retrato.
Así, pues, os ruego, ¡oh poderosísimo cuervo!, que me digáis si está al alcance
de vuestra ciencia, de vuestra inteligencia o de vuestro arte el decirme dónde
podré encontrarla.
-¿Qué he de saber yo -le dijo con
sequedad- de juventudes ni de bellezas? Yo solamente visito a los viejos y a
los decrépitos, no a los vigorosos y jóvenes. Yo soy el precursor del destino,
y mi misión es cantar los presagios de la muerte desde lo alto de las
chimeneas, batiendo mis alas junto a las ventanas de los que están enfermos.
Podéis ir, por lo tanto, a otra parte en busca de esas noticias relativas a
vuestra bella desconocida.
-¿Y dónde ir a buscarla sino entre
los hijos de la sabiduría, versados en el Libro del Destino? Sabed que soy un
augusto príncipe influido por las estrellas, y que me encuentro destinado a
llevar a cabo una empresa misteriosa de la cual depende la suerte de vastos
imperios.
Cuando el cuervo vio que era un
asunto de importancia en el cual influían las estrellas, cambió de tono y
ademanes y escuchó con profundo interés la historia del príncipe. Luego que
éste concluyó su relato, le dijo:
-Por lo que toca a esa princesa, no
puedo daros noticias, pues yo no acostumbro a volar por los jardines ni por las
cámaras frecuentadas por las damas; pero dirigid vuestros pasos a Córdoba,
buscad la palmera del gran Abderramán, que está en el patio de la mezquita
principal, y al pie de ella encontraréis un gran viajero que ha visitado todas
las cortes y países y que ha sido favorito de reinas y princesas. Éste os
facilitará cuantas noticias queráis acerca del objeto de vuestros desvelos.
-Adiós, peregrino de amor -le dijo
el cuervo con sequedad; y volvió a entregarse de nuevo al estudio de su
diagrama.
Salió el príncipe de Sevilla, buscó
a su compañero de viaje, el búho, que aún dormitaba en el árbol, y ambos se
dirigieron hacia Córdoba.
Fueron aproximándose poco a poco a
esta ciudad, cruzando los jardines y los bosques de naranjos y limoneros que
dominaba el hermoso valle del Guadalquivir. Cuando llegaron a las puertas de
Córdoba volose el búho a un oscuro agujero que había en la muralla, y el
príncipe prosiguió su camino en busca de la palmera plantada en los antiguos
tiempos por la mano del gran Abderramán, la cual se alzaba esbelta en medio del
patio de la mezquita, por encima de los naranjos y cipreses. Algunos derviches
y alfaquíes se hallaban sentados en grupos bajo las galerías del patio, y
multitud de fieles hacía sus abluciones en la fuente que se encontraba antes de
entrar en la mezquita.
Al pie de la palmera había un
numeroso concurso escuchando las palabras de uno que parecía hablar con
extraordinaria animación. «Ése debe ser -pensó el príncipe- el gran viajero que
me ha de dar noticias de mi desconocida princesa.» Incorporose a la multitud, y
quedose sobremanera sorprendido cuando vio que aquel a quien todos escuchaban
era un papagayo de brillante plumaje verde, mirada insolente y penacho
característico, el cual parecía mostrarse muy pagado de sí mismo.
-¿Cómo es -dijo el príncipe a uno
de sus circunstantes- que tantas personas de buen sentido se complazcan en la
charla inconexa de ese volátil parlanchín?
-Bien se conoce que no sabéis de
quién estáis hablando -le respondió el interrogado-. Ese papagayo es
descendiente de aquel otro famoso de Persia, tan renombrado por su habilidad
para contar cuentos; tiene toda la sabiduría del Oriente en la punta de la lengua,
y recita versos tan de prisa y corriendo como se habla. Ha visitado varias
cortes extranjeras, en las que ha sido considerado como un oráculo de
erudición, teniendo principalmente gran partido entre el bello sexo que admira
mucho a los papagayos que saben recitar poesías.
Pidiole, pues, una entrevista a
solas, y en ella le expuso el objeto de su peregrinación. No bien hubo
concluido de hablar, cuando se echó a reír a carcajadas el papagayo, hasta el
punto que parecía iba a reventar de risa.
-Pues qué, ¿no es el amor el gran
misterio de la Naturaleza, el principio secreto de la vida, el vinculo
universal de la simpatía?...
-¡Un comino! -le interrumpió el
papagayo-. Decidme: ¿dónde diablos habéis aprendido toda esa jerga sentimental?
Creedme: ya se pasó la moda del amor, y no se oye hablar nunca de él entre
personas de talento ni entre gente de buen tono.
El príncipe suspiró, acordándose de
la diferencia de tal lenguaje al delicado de su amigo el palomo. «Como este
papagayo -discurría en su interior- ha pasado la vida en la corte, quiere
aparecer persona de talento y elevado caballero, afectando que no sabe nada de
eso que se llama amor.» Queriendo, pues, evitar el que aquél siguiera
ridiculizando la pasión que devoraba su alma, le dirigió inmediatamente la pregunta
objeto de su visita.
-Decidme, incomparable papagayo:
vos que habéis sido recibido en los departamentos secretos de las beldades,
¿habéis tropezado alguna vez, en el curso de vuestros viajes, con el original
de este retrato?
El papagayo tomó la miniatura con
una de sus garras, movió la cabeza y la examinó atentamente con ambos ojos,
exclamando por fin:
-Palabra de honor que es una cara
muy bonita, muy bonita, muy bonita; pero he visto tantas caras bonitas durante
mis viajes, que apenas puede uno... Pero no, esperad; voy a mirarla de nuevo;
ésta es, con seguridad, la princesa Aldegunda. ¿Cómo había de desconocer a una
de mis mejores amigas?
-¡Poquito a poco, poquito a poco!
-dijo el papagayo-. Más fácil es encontrarla que ganarla. Es la hija única del
rey cristiano de Toledo, y está oculta al mundo hasta que cumpla diecisiete
años, a causa de ciertas predicciones que hicieron los entrometidos y taimados
astrólogos. No podréis verla, pues está apartada de la vista de los mortales, y
os juro, bajo palabra de papagayo que ha visto el mundo, que no he tratado en
mi vida otra princesa más discreta que ésta.
-Oíd dos palabras en confianza, mi
querido papagayo: yo soy el heredero de un reino, y día llegará que me siente
en un trono. He visto también que sois pájaro
de cuenta y que
conocéis la aguja de marear; ayudadme, pues, a alcanzar a esta princesa, y os
prometo un cargo distinguido.
-¡Con todo mi corazón! -respondió
el papagayo-. Pero deseo, si es posible, que sea una renta, pues nosotros los
sabios tenemos horror al trabajo.
Arreglose pronto todo, y se
pusieron en camino desde Córdoba por la misma puerta por donde había entrado el
príncipe; éste llamó al búho, que estaba en el agujero de la muralla, y lo
presentó a su nuevo compañero de viaje como un sabio colega, partiendo todos
reunidos.
Viajaban más despacio de lo que
deseaba la impaciencia del príncipe, pues el papagayo estaba acostumbrado a la
vida aristocrática y no gustaba de madrugar. El búho, por el contrario, quería
dormir al mediodía, perdiendo todos mucho tiempo a causa de sus prolongadas
siestas. Hacíase también pesado con su afición a las antigüedades, pues se
empeñaba en detenerse a visitar las ruinas que encontraban, contando largas
tradiciones y legendarias historias en cada torre o castillo antiquísimo del
país. El príncipe se creyó que el papagayo y el búho se harían grandes amigos
por ser dos pájaros ilustrados; pero se equivocó solemnemente, pues mientras
que el uno era bromista, el otro era filósofo, lo que hacía que estuviesen
siempre en un perpetuo altercado. El papagayo recitaba versos, criticaba
poesías y hablaba elocuentemente sobre algunos puntos de erudición, mientras
que el búho consideraba todo como una fruslería, no deleitándose más que en las
cuestiones metafísicas. Entonces se ponía el papagayo a cantar diferentes
canciones y a ensartar dicharachos, embromando así a su grave camarada y
riéndose desaforadamente de sus propias burlas; cuyo proceder tomaba el búho
por un ataque a su dignidad, por lo que ponía mala cara, gruñía y se exaltaba,
no volviendo a hablar en todo lo que le quedaba de día.
No se cuidaba el príncipe de la
desunión que había entre sus compañeros, pues estaba abstraído con los ensueños
de su fantasía y con la contemplación del retrato de la hermosa princesa. Así
atravesaron los áridos pasos de Sierra Morena y los calurosos llanos de la
Mancha y de Castilla, siguiendo las riberas del dorado Tajo, cuyo curso
atraviesa media España y Portugal. Al fin divisaron una ciudad fortificada con
murallas construidas en un pedregoso promontorio, cuyos pies bañaban las olas
del impetuoso Tajo.
-¡Ved -exclamó el búho- la antigua
y renombrada ciudad de Toledo, famosa por sus antigüedades! Mirad aquellas cúpulas
y torres veneradas ostentando su imponente grandeza, y donde casi todos mis
antecesores se entregaban a sus meditaciones.
-¡Quita allá! -gritó el papagayo
interrumpiendo su solemne entusiasmo de anticuario-. ¿Qué tenemos que ver
nosotros con las antigüedades, con las leyendas ni con vuestros antecesores? Lo
que nos importa en este momento es mirar la mansión de la juventud y de la
belleza. Contemplad, ¡oh príncipe!, la morada de la princesa que buscáis.
Dirigió su vista el príncipe hacia
donde le indicaba el papagayo, y vio un suntuoso palacio edificado entre los
árboles de un amenísimo jardín, en una deliciosa pradera a orillas del Tajo.
Era aquél, en verdad, el mismo lugar que le describió el palomo al informarle
en dónde se hallaba el original del retrato. Quedose fijo mirándolo, mientras
su corazón latía emocionado. «¡Quizá en este mismo momento -pensó- la hermosa
princesa estará solazándose bajo aquellos frondosos árboles, o paseándose
mesuradamente por los elevados terrados, o acaso descansando dentro de aquella
espléndida morada!» Observando con más detenimiento, percibió que las murallas
del jardín eran de gran altura, lo que hacía imposible un escalamiento, y que
varias patrullas de hombres armados andaban rondando por fuera de ella.
-¡Oh vos, la más perfecta de todas
las aves! Ya que tenéis el don de hablar como los hombres, dirigíos a aquel
jardín, buscad al ídolo de mi alma y decidle que el príncipe Ahmed, peregrino
de amor, guiado por las estrellas ha llegado en su busca a las floridas riberas
del Tajo.
Orgulloso el papagayo con su
embajada, voló al jardín remontándose por encima de sus altos muros, y, después
de cernerse por algún tiempo sobre sus vergeles y alamedas, posose en el balcón
de un pabelloncito que daba al río. Desde allí, mirando al edificio, descubrió
a la princesa reclinada en un cojín y fijos los ojos en un papel, deslizándose
dulcemente lágrima tras lágrima por sus níveas mejillas.
Después de haber puesto en orden el
papagayo el plumaje de sus alas, de arreglarse su brillante vestido verde y
levantar su penacho, púsose al lado de la princesa con aire muy galano,
diciéndole lleno de ternura:
-Enjugad vuestras lágrimas, ¡oh
vos, la más hermosa de todas las princesas!, pues vengo a traer la alegría a
vuestro corazón.
Sorprendiose la princesa al oír
estas palabras, pero como no viese delante de sí a nadie más que a un pájaro
vestido de verde saludándola y haciéndole reverencias, dijo:
-Papagayo y todo, he consolado a
muchas hermosas damas en mis buenos tiempos; pero dejemos eso a un lado. Sabed
que ahora vengo embajador de un personaje real: Ahmed, príncipe de Granada, ha
venido en busca vuestra, y está acampado en este mismo momento en las floridas
márgenes del Tajo.
Al oír estas palabras brillaron los
ojos de la hermosa princesa con más fulgor que los diamantes de su corona.
-¡Oh amabilísimo papagayo! -gritó
enajenada de alegría-. Felices son, en verdad, las nuevas que me traes, pues ya
me encontraba abatida y enferma de muerte, dudando de la constancia de Ahmed.
Vuela a él y dile que tengo grabadas en mi corazón las apasionadas frases de su
carta, y que sus poesías han servido de pábulo a mi alma. Dile también que se
disponga a demostrarme su amor con la fuerza de las armas, pues mañana,
decimoséptimo aniversario de mi nacimiento, prepara el rey mi padre un gran
torneo en el que lucharán bizarramente varios príncipes, siendo mi mano el
premio del vencedor.
Remontose de nuevo el pájaro y,
cruzando por las alamedas, voló hacia donde el príncipe esperaba su regreso. La
alegría de Ahmed por haber encontrado el original de su retrato, de haber
hallado a su adorada fiel y amantísima, sólo pueden concebirla los dichosos
mortales que tienen la fortuna de soñar imposibles y convertirlos en
realidades. Sin embargo, faltaba algo todavía para que su regocijo fuera
completo: el próximo torneo. Efectivamente, lucían en las riberas del Tajo las
brillantes armaduras y oíanse resonar las trompetas de los varios caballeros y
gente de armas que en arrogantes somatenes se dirigían a Toledo para asistir a
la ceremonia. La misma estrella que había presidido en el destino del príncipe
había también ejercitado su predominio en el de la princesa; por lo cual se la
tuvo oculta del mundo hasta que tuvo diecisiete primaveras, con el fin de
preservarla de la tierna pasión del amor. La fama de su hermosura, sin embargo,
fue en aumento por su misma reclusión; varios príncipes poderosos la
solicitaron en matrimonio, y su padre, que era un rey de extraordinaria
prudencia, confió la elección a la destreza de las armas, evitando así el
crearse enemigos si se mostraba parcial con alguno. Entre los candidatos rivales
había algunos que se habían hecho célebres por su esfuerzo y valor. ¡Qué
situación aquélla para el infortunado Ahmed, que ni se encontraba armado ni
estaba acostumbrado a los ejercicios de la caballería! «¿Habrá príncipe más
desgraciado que yo? -decía-. ¡Y para esto he vivido recluido bajo la vigilancia
de un filósofo!... ¿De qué me sirven el álgebra y la filosofía en materias de
amor? ¡Ay, Eben Bonabben!, ¿por qué no te has cuidado en instruirme en el
manejo de las armas?» Esto decía, cuando el búho rompió el silencio, empezando
su discurso con una piadosa exclamación, pues era devoto musulmán.
-¡Allah Akhar! ¡Dios es grande!
-exclamó-. ¡En sus manos están todos los secretos y Él solo rige los destinos
de los príncipes! Sabed, ¡oh Ahmed!, que este país está lleno de misterios que
permanecen ignorados para todos, menos para los que, como yo, se dedican al
estudio de las ciencias ocultas. Sabed también que en las vecinas montañas
existe una gruta, dentro de la cual hay una mesa de hierro y sobre ésta una
armadura mágica, encontrándose también allí mismo un encantado corcel: todo lo
cual viene permaneciendo ignorado durante multitud de generaciones.
Mirole el príncipe maravillado,
mientras que el búho, parpadeando sus grandes y redondos ojos y encrespando sus
plumas a manera de cuernos, prosiguió:
-Hace ya muchos años acompañé a mi
padre por estos sitios, cuando iba visitando sus Estados. Nos alojamos en esa
cueva, y a esto se debe el que yo conozca el misterio. Es tradición en nuestra
familia, que le oí contar a mi abuelo cuando yo era pequeño, que esta armadura
perteneció a cierto nigromante moro que se refugió en esta caverna cuando
Toledo cayó en poder de los cristianos, y que el tal musulmán murió allí
dejando su caballo y sus armas bajo místico encantamiento, y que no se podrá
hacer uso de ellos más que por sectarios del Profeta y sólo desde la salida del
sol hasta el mediodía. El que los use en este intervalo vencerá
indefectiblemente a todos sus rivales.
Guiado por su misterioso mentor,
encontró el príncipe la caverna en una de las sinuosidades de los áridos picos
que se elevan junto a Toledo; nadie, a no ser el ojo perspicaz de un búho o el
de algún anticuario, hubiera podido dar con la entrada. Una lámpara sepulcral
de inagotable aceite lanzaba sus melancólicos reflejos en el interior de la
caverna, y en el centro de ésta se alzaba una mesa de hierro, sobre la cual se
encontraba la armadura mágica, y con ella una lanza, y próximo a éstas un
corcel árabe enjaezado como para entrar en batalla, pero inmóvil cual una
estatua. La armadura estaba tan brillante y limpia como en sus primitivos
tiempos, y el bravo alazán tan bien cuidado como si estuviese todavía pastando.
Acariciole Ahmed pasándole la mano por el cuello, y principió a piafar,
exhalando tal relincho de gozo que hizo estremecer las paredes de la caverna.
Así provisto de caballo y armas, determinose el príncipe a tomar parte en la
lucha del próximo torneo.
Al fin llegó el día crítico; el
palenque para el combate estaba preparado en la Vega, debajo de las fuertes
murallas de Toledo, a cuyo alrededor se habían levantado tablados y galerías
para los espectadores, cubiertos de ricos tapices y protegidos contra el sol
por toldos de seda. Todas las beldades del país se hallaban reunidas en estas
galerías, y al pie de ellas cabalgaban empenachados caballeros, rodeados de
pajes y escuderos, entre los cuales se distinguían los príncipes que iban a
tomar parte en el torneo. Todas las bellezas quedaron eclipsadas cuando
apareció la princesa Aldegunda en el pabellón real, dejándose ver por primera
vez de la admirada concurrencia. Un general murmullo de sorpresa se levantó al
contemplar tan peregrina hermosura, y los príncipes, que aspiraban a su mano
atraídos solamente por la fama de sus encantos, se sintieron mucho más
enardecidos para el combate.
La princesa, no obstante,
presentaba un aspecto melancólico; el color de sus mejillas se cambiaba a cada
momento, y sus ojos se dirigían con incesante y ansiosa expresión al engalanado
grupo de caballeros. Ya los clarines iban a dar la señal del encuentro, cuando
el heraldo anunció la llegada de un caballero, y Ahmed se presentó en la
palestra. Un yelmo de acero cuajado de brillantes sobresalía por encima de su
turbante; su coraza estaba recamada de oro; su cimitarra y su daga eran de las
fábricas de Fez, ostentando piedras preciosas, y llevaba al brazo un escudo
redondo, empuñando en su diestra la lanza de mágica virtud. La cubierta de su
caballo árabe, ricamente bordada, llegaba hasta el suelo, y el impaciente
corcel piafaba y relinchaba de alegría al ver de nuevo el brillo de las armas.
La arrogante y graciosa figura del príncipe sorprendió a todo el mundo, y
cuando le anunciaron con el sobrenombre de «el Peregrino de Amor», se sintió un
rumor y una agitación general entre las hermosas damas de las galerías.
Cuando Ahmed quiso inscribirse en
las listas del torneo encontrose con que estaban cerradas para él, pues, según
le dijeron, nadie más que los príncipes podían ser admitidos a tomar parte en
él. Declaró entonces su nombre y su linaje; pero esto vino a empeorar su
situación, pues siendo musulmán no podía aspirar a la mano de la princesa
cristiana, objeto de este torneo.
Los príncipes competidores le rodearon
con aire arrogante y amenazador, y hasta uno de ellos, de insolentes maneras y
cuerpo hercúleo, pretendió burlarse de su sobrenombre de «Peregrino de Amor».
Encendiose súbitamente de ira nuestro príncipe, y desafió a su rival a que
midiese sus armas con él. Tomaron distancia, dieron media vuelta y cargaron el
uno sobre el otro; pero no hizo más que tocar la lanza mágica al hercúleo bufón
cuando fue botado inmediatamente de la silla. Hubiérase contentado el príncipe
con esto, mas, ¡ay!, tenía que habérselas con un caballo y una armadura
endiabladas, pues una vez entrado ya en lucha no habría fuerza humana capaz de
sujetarlos. El caballo árabe empezó a derribar caballeros en lo más recio de la
pelea; la lanza echaba por tierra todo lo que se ponía delante; el gentil
príncipe era llevado involuntariamente por el campo, que quedó sembrado de
grandes y pequeños, mientras él se dolía interiormente de sus involuntarias
proezas. Bramaba y rabiaba el rey al ver el atropello cometido en las personas
de sus vasallos y huéspedes, y mandó salir al momento a sus guardias; pero
éstos quedaron desmontados en un decir amén. El monarca mismo arrojó su
vestidura real, y embrazando escudo y lanza salió al campo, creyendo infundir
miedo al extranjero ante la majestad real; pero, ¡ay!, la majestad real no lo
pasó mejor que los demás, pues el caballo y la lanza no respetaban categorías
ni dignidades, creciendo de punto el espanto de Ahmed cuando se sintió
impelido, lanza en ristre, contra el mismo rey, que en un instante empezó a dar
volteretas en el aire mientras su corona rodaba por el polvo.
En este mismo momento el sol tocó
al meridiano; el encanto mágico cesó en su poder, por lo cual el corcel árabe
se lanzó por el llano, saltó la barrera, se arrojó al Tajo, atravesando a nado
su impetuosa corriente, llevando al príncipe casi sin alientos y aterrorizado a
la caverna, y, tomando otra vez su posición primitiva, quedó inmóvil como una
estatua junto a la mesa de hierro. Desmontose el príncipe con alegría y
despojose de la armadura, dejándola de nuevo en su sitio para que cumpliese los
decretos del destino. Sentose después en la caverna, meditando por algún tiempo
en el desesperado estado a que el caballo y la diabólica armadura le habían
reducido. ¿Cómo había de atreverse en lo sucesivo a presentarse en Toledo
después de haber ocasionado tal baldón a sus caballeros y tal ultraje a su rey?
¿Qué pensaría también la princesa sobre un acto tan salvaje como grosero?
Sumido en este mar de confusiones, se resolvió a enviar a sus alígeros compañeros
a que recogiesen noticias. El papagayo voló por todos los sitios públicos y
calles más frecuentadas de la ciudad, y pronto volvió con gran provisión de
chismes. Contó que todo Toledo estaba consternado; que la princesa había sido
llevada al palacio desmayada; que el torneo había concluido en revuelta
confusión; que todo el mundo hablaba de la repentina aparición, prodigiosas
hazañas y extraña desaparición de un caballero musulmán. Unos decían que era un
nigromántico moro; otros, que un demonio en forma humana, y otros relataban
tradiciones de guerreros encantados ocultos en las cavernas de las montañas, y
pensaban que sería alguno de éstos que habría hecho una salida intempestiva
desde su guarida. Todos, empero, convenían en que ningún mortal podía haber
llevado a cabo tantas maravillas, ni haber derribado por tierra a tan perfectos
y bizarros caballeros cristianos.
El búho salió también por la noche,
y, cerniéndose por encima de la ciudad, fue posándose en los tejados y
chimeneas. Después se dirigió hacia el palacio real, que ocupaba la parte más
elevada de Toledo, revoloteando por sus terrados y adarves, escuchando por
todas las hendiduras y mirando con sus grandes ojos saltones a todas las
ventanas donde había luz, asustando en su expedición nocturna a dos o tres
damas de honor; y hasta que la aurora principió a despuntar tras la montaña no
regresó a contar al príncipe lo que había visto.
-Estando observando -le dijo- hacia
una de las torres más elevadas del palacio, vi al través de una ventana a una
hermosa princesa reclinada en su lecho y rodeada de médicos y sirvientes, la
cual se negaba a tomar lo que los circunstantes la recetaban. Cuando aquéllos
se retiraron, sacó una carta de su señor, la leyó y la besó tiernamente,
entregándose después a amargas lamentaciones; visto lo cual, a pesar de ser tan
filósofo, no pude por menos de conmoverme.
-¡Cuán verdaderas eran vuestras
palabras, oh sabio Eben Bonabben! -exclamó-. Cuidados, penas y noches de
insomnio son el patrimonio de los amantes. ¡Allah preserve a la princesa de la
funesta influencia de eso que llaman amor!
Noticias recibidas posteriormente
de Toledo corroboraron las comunicadas por el búho. La ciudad, en efecto, era
presa de la más viva inquietud y alarma, y la princesa, entretanto, había sido
llevada a la torre más alta del palacio y se custodiaban con gran vigilancia
todas las avenidas. Se apoderó de la bella Aldegunda una melancolía devoradora
cuya causa nadie pudo explicar, rehusando el tomar alimento y desatendiendo las
frases de consuelo que le dirigían. Los médicos más hábiles ensayaron todos los
recursos de la ciencia, mas todo en vano, llegándose a creer que la habían
hechizado; por lo que el rey publicó una proclama declarando que el que
acertase a curarla recibiría la joya más preciada de su tesoro real.
No bien hubo oído el búho, que
estaba en un rincón durmiendo, lo de la proclama, cuando movió sus redondos
ojos, tomando un aspecto más misterioso que nunca.
-¡Allah Akbar! -exclamó-. ¡Dichoso
el mortal que lleve a cabo la curación, si sabe lo que le conviene escoger
entre todos los objetos del tesoro real!
-Prestad atención, ¡oh príncipe!, a
lo que os voy a relatar: Habéis de saber que nosotros los búhos somos una
corporación muy ilustrada y que nos dedicamos a investigar las cosas oscuras e
ignoradas. Durante mi última excursión nocturna por las torres y chapiteles de
Toledo descubrí una, academia de búhos anticuarios que celebraba sus sesiones
en una gran torre abovedada, donde está depositado el real tesoro. Estaba
disertando sobre las formas, inscripciones y signos de las vasijas de oro y
plata hacinadas en la tesorería, y acerca de los usos de los diferentes pueblos
y edades; pero lo que despertaba un interés preferente eran ciertas
antigüedades y talismanes que existían allí desde el tiempo del rey godo Don
Rodrigo. Entre estos últimos se encontraba un cofre de sándalo cerrado con
barras de acero a la usanza oriental, con caracteres misteriosos conocidos
solamente por algunas personas doctas. De ese cofre y de sus inscripciones se
había ocupado la Academia durante varias sesiones, dando motivo a largas y
acaloradas discusiones. Al hacer yo mi visita, un búho muy anciano,
recientemente llegado de Egipto, se hallaba sentado sobre su tapa descifrando
sus inscripciones, resultando de su lectura que aquel cofrecillo contenía la
alfombra de seda del trono del sabio Salomón, la cual, sin duda, había sido
traída a Toledo por los judíos que se refugiaron en ella después de la
destrucción de Jerusalén.
Cuando el búho terminó su discurso
sobre antigüedades quedó el príncipe abstraído por algún tiempo en profundas
meditaciones, exclamando al fin:
-He oído hablar al sabio Eben
Bonabben de las ocultas propiedades de ese talismán que desapareció con la
ruina de Jerusalén, y que se ha creído perdido para la humanidad. Sin duda
alguna, sigue siendo un secreto misterioso para los cristianos de Toledo; si yo
pudiese apoderarme de él, era segura mi felicidad.
Al día siguiente despojose el
príncipe de sus vestiduras y disfrazose con el humilde traje de un árabe del
desierto, tiñéndose el cuerpo de un color moreno; tanto, que nadie podría
reconocer en él al arrogante guerrero que había causado tanta admiración y
espanto en el torneo. Báculo en mano, zurrón al hombro y una pequeña flauta
pastoril, encaminose hacia Toledo, presentándose en la puerta del palacio real
y haciéndose anunciar como aspirante al premio ofrecido por la curación de la
princesa. Pretendieron los guardias arrojarle a palos, y le decían:
-¿Qué pretende hacer un árabe
miserable en un asunto en que los más sabios del país han perdido las
esperanzas?
-¡Poderosísimo rey! -dijo Ahmed-.
Tenéis ante vuestra presencia a un árabe beduino que ha pasado la mayor parte
de su vida en las soledades del desierto, las cuales, como es sabido, son las
guaridas de los demonios y espíritus malignos que nos atormentan a los pobres
pastores en las solitarias veladas, apoderándose de nuestros rebaños y llegando
a enfurecer algunas veces hasta a los sufridos camellos. Contra estos
maleficios tenemos un antídoto: la música; existiendo ciertas legendarias
melodías que se vienen heredando de padres a hijos y generación en generación,
las que cantamos y tocamos para ahuyentar estos malévolos espíritus. Yo
pertenezco a una familia inspirada y tengo esta virtud en su mayor grado. Si
por casualidad vuestra hija estuviese poseída de alguna influencia maligna de
esta clase, respondo con mi cabeza de que ella quedará libre completamente.
El rey, que era hombre de buen
entendimiento y que sabía que los árabes conocían maravillosos secretos,
recobró la esperanza al oír el confiado lenguaje del príncipe, por lo cual le
condujo inmediatamente a la elevada torre guardada por varias puertas, y en
cuya habitación superior estaba el departamento de la princesa. Las ventanas
daban a un terrado con balaustradas que dejaban ver el panorama de Toledo y los
campos circunvecinos. Estaban aquéllas entornadas, hallándose la princesa
postrada en cama en el interior, presa de una pena devoradora y rehusando toda
clase de remedios.
Sentose el príncipe en el terrado y
tocó en su flauta pastoril varios aires árabes que había aprendido de sus
servidores en el Generalife de Granada. La princesa permaneció insensible, y
los médicos que había presentes empezaron a mover la cabeza y a sonreír con
aire de incredulidad y desprecio, hasta que el príncipe dejó a un lado la
flauta y se puso a cantar los versos amorosos de la carta en la que le había
declarado su pasión.
La princesa reconoció la canción, y
una súbita alegría se apoderó de su alma; levantó la cabeza y púsose a
escuchar, al mismo tiempo que las lágrimas le afluían a los ojos y se
deslizaban por sus mejillas, palpitando su seno dulcemente emocionado. Hubiera
querido preguntar quién era el cantor y que le hubiesen llevado a su presencia;
pero la natural timidez de la doncella le hizo permanecer en silencio. Adivinó
el rey sus deseos y ordenó que condujesen a Ahmed a su habitación. Los amantes
obraron con discreción, limitándose a cambiarse furtivas miradas, aunque
aquéllas expresaban más que todas las conversaciones. Nunca triunfó el poder de
la música de un modo más completo; reapareció el color sonrosado en las
mejillas de la princesa, volvió la frescura a sus labios de carmín, y la mirada
viva y penetrante a sus lánguidos ojos.
Mirábanse con asombro los médicos
que se hallaban presentes, y el mismo rey contemplaba al árabe cantor con gran
admiración mezclada de respeto.
-¡Maravilloso joven! -exclamó-. Tú
serás en adelante el primer médico de mi corte, y no tomaré ya otras medicinas
que tu dulce melodía. Por lo pronto, recibe tu premio, la joya más preciada de
mi tesoro.
-¡Oh rey! -respondió Ahmed-. Nada
me importa el oro ni la plata ni las piedras preciosas. Una antigualla tienes
en tu tesorería procedente de los moros que antes vivían en Toledo, y que
consiste en un cofre de sándalo que contiene una alfombra de seda; dame, pues,
ese cofre, y con eso sólo me contento.
Quedaron sorprendidos todos los que
se hallaban presentes ante la moderación del árabe, y mucho más cuando llevaron
el cofre de sándalo y sacaron la alfombra, que era de hermosa seda verde,
cubierta de caracteres hebreos y caldaicos. Los médicos de la corte se miraban
mutuamente, encogiéndose de hombros y mofándose de la simpleza de este nuevo
practicante que se contentaba con tan mezquinos honorarios.
-Esta alfombra -dijo el príncipe-
cubrió en otros tiempos el trono del sabio Salomón, siendo digna, por lo tanto,
de ser colocada a los pies de la hermosura.
Y esto diciendo, la extendió en el
terrado, debajo de una otomana que habían llevado para la princesa, y
sentándose él después a sus pies.
-¿Quién -exclamó- podrá oponerse a
lo que hay escrito en el libro del destino? He aquí cumplidas las predicciones
de los astrólogos. Sabed, ¡oh rey!, que vuestra hija y yo nos hemos amado en
secreto durante mucho tiempo. ¡Ved, pues, en mí, al Peregrino de Amor!
No bien hubieron brotado estas
palabras de sus labios, cuando la alfombra se elevó por los aires, llevándose
al príncipe y a la princesa. El rey y los médicos se quedaron pasmados,
contemplándolos fijamente hasta que ya no se vio más que un pequeño punto negro
destacándose sobre el fondo blanco de una nube, y desapareciendo, por último,
en la bóveda azul del firmamento.
-¡Ay, señor! Nosotros no conocíamos
sus propiedades, ni pudimos jamás descifrar la inscripción del cofre. Si es,
efectivamente, la alfombra del trono del sabio Salomón, tiene poder mágico para
transportar por el aire al que la posea.
El rey reunió un poderoso ejército
y se dirigió hacia Granada en persecución de los fugitivos. Después de una
caminata larga y penosa acampó en la Vega, enviando en seguida un heraldo a
pedir la restitución de su hija.
El rey de Granada en persona le
salió a su encuentro con toda su corte, y reconocieron en él al cantor árabe
-pues Ahmed había subido al trono a la muerte de su padre, habiendo hecho su
sultana a la hermosa Aldegunda.
El rey cristiano se aplacó
fácilmente cuando supo que su hija continuaba fiel a sus creencias, no porque
fuese muy devoto, sino porque la religión fue siempre un punto de orgullo y
etiqueta entre los príncipes. En vez de sangrientas batallas hubo muchas
fiestas y regocijos, y, concluidos éstos, volviose el rey muy contento a
Toledo, continuando reinando los jóvenes esposos tan feliz como acertadamente
en la Alhambra.
Debo añadir que el búho y el
papagayo siguieron al príncipe a marchas descansadas hasta Granada, viajando el
primero de noche y deteniéndose en las distintas posesiones hereditarias de su
familia, mientras que el otro fue asistiendo a las reuniones más distinguidas
de las ciudades y villas que se hallaban en el tránsito.
Me gusta mucho esta leyenda por muchas razones : es una leyenda muy famosa, maravillosa y muy atractiva. El autor te da una descripción muy exacta del itinerario del príncipe a través del cual tenemos una carta de viaje en la España musulmana (Granada, Sévilla, Córdoba, Toledo).
ResponderEliminarEsta leyenda me recuerda a un cuento o una leyenda histórica de la época arabo-musulmana.Y también a un cuento de Sidna Soulaymane, un profeta que tenia un don a hablar y a conversar con los animales et aves.
Durante la leyenda de Irving tenemos etapas que parecen a veces ilógicas, mágicas y al final maravillosas. Ay también dos situaciones idénticas : la primera es la cautiva del príncipe y la de la princesa, creo que estaba la mentalidad de la época para echar el mal del amor, si podemos decir que el amor es un mal; la segunda es la posibilidad para los dos personajes a aprender como conversar y hablar con las aves. Notamos también una manera muy irónica en la descripción de cada ave y en el comportamiento del príncipe y de la princesa.
En otro lado, tenemos una mentalidad contra la forma de ser de la vida normal de los jóvenes, cuando alcanzan la edad peligrosa, cuando van a encontrar el amor.El autor aquí muestra que con el amor todo seria posible y la fuerza del amor permite a superar los obstáculos como son grandes.
Bahia
Mi opinión sobre las leyendas de Irving Washington
ResponderEliminarMe gustan mucho las leyendas de Irving Washington que hemos estudiado en el taller por el estilo del autor, la riqueza de las descripciones y del vocabulario, a pesar de que este último sea a veces rebuscado.
Estas ricas descripciones, en mi opinión, están debidas a la fuerza del impacto de muchos factores sobre el autor como la belleza de los lugares, el legado histórico del brazaje de dos grandes culturas y la duración de este brazaje con todo lo que pudo resultar de él: influencia mutua arquitectural, lingüística, cultural, musical, culinaria, artística, literaria (poesía), de costumbres y más.
En “LEYENDA DEL PRÍNCIPE AHMED AL KAMEL O EL PEREGRINO DEL AMOR” , el autor describe el Príncipe Ahmed al comunicar con la naturaleza o con los aves- con muchos detalles que hacen que la lectura sea muy agradable.
También en “EL LEGADO DEL MORO”, describe las escenas en que actúan los protagonistas como si fuese testigo presente. Por ejemplo: la escena de los lamentos de la mujer de Perigil el aguador tras llegar a casa sin su burro.
Para mi, el autor a través sus textos es un verdadero guía en el espacio (sobre todo La Alhambra y Granada) y en el tiempo y sus leyendas dan vida y actualidad a los lugares y a los personajes históricos
Por fin, pienso que Irving Washington, siendo americano aporta, con sus leyendas, una mirada muy positiva y muy reconciliadora con la historia. Y pienso que su lema puede resumirse en: “El amor acerca a los pueblos”.
Rkia